¿Qué creemos?

Como parte de la familia de iglesias de Gracia Soberana, afirmamos completamente nuestra confesión de fe común. Para descargarla puedes hacer click en el botón.

LAS ESCRITURAS

Dios y la revelación 

Nuestro Dios eterno, trascendente y todo glorioso, quien existe por siempre como Padre, Hijo y Espíritu Santo es, por su misma naturaleza, un ser comunicativo. Él crea y también gobierna a través de sus palabras, y se ha revelado bondadosamente a sí mismo a la humanidad con el fin de tener comunión con nosotros. Él se ha revelado a sí mismo por medio de la creación y la providencia de maneras que son claras para todas las personas, no dejando a nadie sin un testimonio de sí mismo. Él también se reveló a sí mismo a través de palabras específicas, para que pudiéramos llegar a un conocimiento más pleno de su carácter y voluntad, y aprender lo que es necesario para la salvación y la vida. A través del recurso del lenguaje humano, el cual es apropiado e idóneo para la comunicación con aquellos que portan su imagen, Dios ha preservado en la Santa Escritura la única revelación autoritativa y completa para toda la humanidad. 

El origen de la Escritura 

Toda la Escritura es exhalada por Dios, habiendo sido entregada de manera exacta a través de varios autores humanos por la inspiración y acción soberana del Espíritu Santo. Nosotros por lo tanto recibimos los sesenta y seis libros del Antiguo y Nuevo Testamentos como la Palabra de Dios perfecta, infalible y autoritativa. Puesto que la plenitud de la revelación fue dada en Cristo y en su obra redentora terminada, no habrá ni será necesaria ninguna revelación normativa nueva hasta que Cristo regrese. En sus manuscritos originales, la Escritura como un todo (y todas sus partes) es inerrante —sin error en todo lo que afirma—. Debido a que hay un autor divino detrás de toda la Escritura, nosotros podemos llegar con confianza a tener un entendimiento harmonioso y doctrinalmente unificado de toda la Escritura. Además, Dios en su amorosa providencia ha determinado preservar su Palabra como pura y confiable a lo largo de la historia, de la misma manera en que guio a la iglesia primitiva a discernir e identificar el canon de la Escritura que Él inspiró. 

Los atributos de la Escritura 

Los creyentes viven por cada palabra que procede de la boca de Dios. La Palabra de Dios es, por lo tanto, necesaria y completamente suficiente para conocer el amor de Dios en Cristo, para experimentar su glorioso plan de redención y para ser instruidos en cómo vivir de una manera fructífera y piadosa. La Palabra de Dios es clara, y todo lo que necesitamos para conocer a Dios, amarlo y tener comunión con Él puede ser claramente entendido a través de medios ordinarios, sin tener que apelar a ninguna autoridad humana. Aunque no toda la Escritura es igualmente clara, cuando su significado intencional es malentendido, la falla no yace en la claridad de la comunicación de Dios, sino en el receptor. Solamente la Escritura es nuestra autoridad suprema y final, y la norma para la fe y la vida. A las Escrituras no se les debe añadir ni se les debe quitar, y todos los credos, confesiones, enseñanzas y profecías deben ser probados por la autoridad final de la Palabra de Dios. 

La recepción de la Escritura 

Llegamos a saber que la Biblia es la Palabra de Dios por medio de su propia autoridad para dar testimonio de sí misma y por la obra del Espíritu Santo que testifica por medio de la Palabra en nuestros corazones. Cuando las Escrituras se predican y leen, el Espíritu se deleita en iluminar nuestras mentes para que nosotros entendamos, atesoremos y obedezcamos su Palabra. El significado que Dios se propuso comunicar se revela a través de las intenciones de los autores humanos inspirados, confiriendo a la verdad de la Palabra de Dios una firme realidad histórica. Por lo tanto, la Biblia debe ser interpretada en una postura de oración, de acuerdo con su contexto e intención original, con la debida consideración de la naturaleza progresiva de la revelación y la interpretación colectiva de creyentes a lo largo de los tiempos. A fin de cuentas, la Escritura interpreta la Escritura, y el significado de cada texto debe ser entendido a la luz del todo en su conjunto. A medida que nos consagramos a la Palabra de Dios, tenemos comunión con Dios mismo y somos edificados en la fe, santificados del pecado, fortalecidos en la debilidad y sostenidos en el sufrimiento por su inmutable revelación a través de la Escritura. 


EL DIOS TRINO 

La naturaleza de Dios 

Existe un solo Dios vivo y verdadero, quien es infinito en su ser, poder y perfecciones. Dios es eterno, independiente y autosuficiente, tiene vida en sí mismo, sin necesidad de nadie ni de nada. Él es espíritu, trascendente e invisible, sin limitaciones ni imperfecciones, inmutable y está presente en todo lugar con la plenitud de su ser. Su conocimiento es exhaustivo, incluyendo todas las cosas reales y posibles, de tal modo que nada —pasado, presente o futuro— está oculto a su vista. Dios no está dividido en partes, sino que todo su ser incluye todos sus atributos: Él es totalmente santo, amoroso, sabio, justo, bueno, misericordioso, lleno de gracia y veraz. Nuestro Dios es la fuente infinita de todo lo que es, quien creó todas las cosas, y todas las cosas existen por Él y para Él. Él es supremamente poderoso para llevar a cabo toda su santa y perfecta voluntad y gobierna sobre su creación con absoluto dominio, justicia, sabiduría y amor. Por ser trascendente, Dios es incomprensible en su ser y en sus actos, sin embargo, se revela a sí mismo de tal forma que nosotros lo podemos conocer verdadera y personalmente.

La Santa Trinidad 

El único Dios verdadero existe eternamente como tres personas —Padre, Hijo y Espíritu Santo— infinitamente excelentes y todo gloriosas. Cada persona es completamente Dios, comparte la misma deidad, atributos y naturaleza esencial y, sin embargo, hay un solo Dios. Cada persona es distinta, aunque Dios no está dividido en tres partes, naturalezas o dioses por esta distinción. El Padre siempre ha existido como Padre, la fuente no engendrada de toda vida. El Hijo siempre ha existido como Hijo, eternamente engendrado del Padre, no creado y sin principio, de una misma esencia con el Padre. El Espíritu Santo siempre ha existido como Espíritu, procediendo eternamente del Padre y del Hijo, y de una misma esencia con ellos. La Deidad existe así en una perfecta unidad, indivisible en cuanto a su naturaleza y substancia, pero como personas inseparablemente distinguidas que disfrutan una plenitud de comunión y amor. 

Las relaciones y acciones de la Trinidad 

Las personas de la Trinidad, siendo uno en naturaleza, están también inseparablemente unidas en sus obras, de tal forma que tratar con una persona es tratar con la Trinidad como un todo. Sin embargo, dentro de esta unidad hay distinciones en la manera en que las personas divinas se relacionan la una con la otra y con la creación, aunque no hay diferencia en esencia o atributos. Dentro de la Deidad, las relaciones establecidas entre las personas son eternas, aunque sin ninguna desigualdad. En las obras de la creación, la providencia y la redención, las personas desempeñan roles consistentes con sus relaciones eternas: el Padre origina, el Hijo realiza o lleva a cabo y el Espíritu completa. No obstante, los tres, siendo así distintos, no están ni divididos ni mezclados, son de una sola y misma esencia, son iguales desde toda la eternidad, y son dignos de ser adorados como el único Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo—.


LOS PROPÓSITOS SOBERANOS DE DIOS 

Dios ordena todas las cosas para su gloria 

Desde toda la eternidad, Dios soberanamente ordenó todo lo que existe y todo lo que ocurre en su creación, con el fin de mostrar la plenitud de su gloria. Los planes de Dios son eficaces, siempre llegan a cumplirse, y son universales, abarcan todos los asuntos de la naturaleza, la historia y las vidas individuales. Estos decretos son un ejercicio de su libre, inmutable, sabia y santa voluntad. No obstante, en su preordinación de todas las cosas, Dios no es el autor del pecado, y sus decretos no anulan la voluntad de sus criaturas, quienes actúan con el poder de sus decisiones voluntarias conforme a su naturaleza. Sus actos de ordenar y gobernar todas las cosas son compatibles con la responsabilidad moral de sus criaturas de tal forma que Dios nunca condena a una persona injustamente. Por lo tanto, todas las personas son responsables por sus acciones, las cuales tienen consecuencias reales y eternas. 

La gracia de Dios en la elección 

Dios en su gran amor, antes de la fundación del mundo, eligió a aquellos a quienes Él salvaría en Cristo Jesús. La elección de Dios es totalmente por gracia y no depende en lo absoluto de fe, obediencia, perseverancia ni ningún otro mérito, conocidos de antemano por Dios, en aquellos a quienes Él ha elegido. Su decisión de poner su amor salvífico en los elegidos está basada enteramente en su voluntad soberana y en su beneplácito. El número de los elegidos de Dios ha sido establecido para toda la eternidad, y ninguno que haya sido elegido por Dios se perderá. En el misterio de su voluntad, Dios pasa por alto a los no elegidos, reteniendo su misericordia y castigándolos por sus pecados como una demostración de su justicia e ira santas.

Así como Dios ha designado a los elegidos para gloria, así también ha preordinado todos los medios necesarios para llevar a cabo sus propósitos salvíficos. Aquellos a quienes ha predestinado son redimidos por Cristo, llamados eficazmente a la fe por su Espíritu, justificados, adoptados, santificados y guardados por el poder de Dios hasta el fin. Dios hace todo esto a fin de demostrar su misericordia para alabanza de su gloriosa gracia. 

Aunque rodeada de misterio, la doctrina de la elección no debería producir especulación, introspección, apatía u orgullo, sino más bien humildad, gratitud, seguridad, pasión evangelística y alabanza eterna por la inmerecida gracia de Dios en Cristo. 


LA CREACIÓN, LA PROVIDENCIA Y EL HOMBRE 

Dios crea y gobierna todas las cosas 

En el principio, el Dios trino libremente creó de la nada el universo y todo lo que en él hay por la palabra de su poder, todo para su beneplácito y la manifestación de su gloria. Dios declaró la totalidad de su creación como muy buena y, aun en su condición caída, ella cuenta de la grandeza de Dios y ha de ser fuente de deleite y administrada para su gloria. Como Creador supremo, Dios está separado de todo lo que Él ha hecho y es trascendente sobre ello. Como Señor soberano, Él está presente con su creación para sustentar todas las cosas, gobernar a todas las criaturas y dirigir todas las circunstancias de acuerdo con su santa y amorosa voluntad. En todo, Dios actúa eminentemente para su gloria y para el bien de su pueblo en Cristo, concediéndonos gran consuelo y esperanza inconmovible en el amor, la sabiduría y la fidelidad de Dios para con nosotros en esta vida y en la eternidad. 

La creación del hombre a imagen de Dios 

Dios creó al hombre, varón y hembra, a su propia imagen como la corona de la creación y el objeto de su cuidado especial. Dios creó a Adán directamente del polvo de la tierra, y a Eva del costado de Adán, como los padres de toda la raza humana. Ellos fueron creados para conocer y glorificar a su Hacedor al confiar en su bondad y obedecer su palabra. Dios les dio dominio sobre toda la creación para llenar, sojuzgar y administrar la tierra como sus representantes. Todos los seres humanos han sido igualmente creados a imagen de Dios. A pesar de los efectos de la caída sobre la humanidad pecaminosa, todas las personas siguen siendo portadoras de la imagen de Dios, capaces de tener comunión con Él y poseedoras de una dignidad y un valor intrínsecos en cada etapa de la vida desde la concepción hasta la muerte. La redención en Cristo restaura progresivamente a hombres y mujeres caídos a su verdadera humanidad a medida que son conformados a la imagen de Cristo. 

El hombre como varón y hembra 

Hombres y mujeres están ambos hechos a imagen de Dios y son iguales delante de Él en dignidad y valor. El género, designado por Dios a través de nuestro sexo biológico, no es por lo tanto incidental para nuestra identidad ni fluido en su definición, sino que es esencial para nuestra identidad como varón y hembra. Aunque la caída distorsiona y daña el diseño de Dios para el género y su expresión, estos permanecen como parte de la belleza del orden creado por Dios. Los hombres y las mujeres reflejan y representan a Dios de maneras distintas y complementarias, y estas diferencias han de ser honradas en todas las dimensiones de la vida. Negar o tratar de eliminar estas diferencias equivale a distorsionar una manera fundamental en la que glorificamos a Dios como varón y hembra. 

Matrimonio, sexualidad y soltería 

La masculinidad y feminidad bíblicas enriquecen el florecimiento humano en todas sus dimensiones. Dios instituyó el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer quienes se complementan uno al otro en una unión que los hace una sola carne y que, a fin de cuentas, funciona como un tipo de la unión entre Cristo y su iglesia. Este permanece como el único patrón normativo de relaciones sexuales para la humanidad. Los esposos han de ejercer su rol de cabeza del hogar sacrificialmente y con humildad, y las esposas han de servir como ayudas para los esposos, apoyándolos y sometiéndose voluntariamente a su liderazgo. Juntos, estos roles complementarios traen gozo y bendición a cada uno y despliegan la belleza de los propósitos de Dios para el mundo. Los hombres y mujeres solteros no son menos capaces de disfrutar y honrar a Dios ni menos importantes para sus propósitos. Ellos también han de dar expresión a la imagen de Dios de maneras distintas y complementarias, floreciendo como los portadores de su imagen y trayéndole gloria en su soltería.


EL PECADO DEL HOMBRE Y SUS EFECTOS 

El origen del pecado 

Dios creó originalmente al hombre inocente y recto, sin mancha ni corrupción. En tal estado, Adán y Eva disfrutaban una plenitud de vida en comunión con Dios, deleitándose en Él y en su buena voluntad, aunque eran capaces de cometer transgresión. A pesar de estos privilegios, Satanás los llevó a descarriarse y pecaron voluntariamente contra su Creador al hacer lo que Él había prohibido. En su rebelión ellos dudaron del carácter de Dios, rechazaron su autoridad y desobedecieron su palabra. La infracción de la ley de Dios por parte del hombre trajo enemistad con Dios y la maldición de la muerte. Debido a que Dios había establecido a Adán como el representante supremo de la raza humana, su pecado le fue imputado a todos sus descendientes, trayendo culpa, condenación y muerte a la humanidad. Por lo tanto, todos somos corruptos por naturaleza y estamos inclinados al mal desde nuestra concepción. 

Los efectos del pecado 

De la corrupción heredada por la humanidad surgen todos los pecados que cometemos. Todas las personas son ahora por naturaleza enemigos de Dios, viven bajo el poder de Satanás, están sujetas a la maldición de la ley y son merecedoras de castigo eterno. Además, la naturaleza del hombre en su totalidad ha sido corrompida por la caída, y ninguna parte del hombre está libre de la contaminación del pecado. Aunque las personas caídas siguen siendo portadoras de la imagen de Dios y manifiestan las virtudes de la gracia común, son incapaces de agradar a Dios, de merecer su favor o de librarse a sí mismas de su esclavitud al pecado. Sus corazones están endurecidos, su entendimiento está entenebrecido, sus consciencias están corrompidas, su percepción espiritual está cegada y sus obras son malas. Por lo tanto, todas las personas están muertas en pecado y sin esperanza fuera de la salvación que hay en Cristo Jesús. 

La maldición de la caída corrompió no solo a la humanidad sino todo el orden creado, sometiendo al mundo a vanidad, deterioro y muerte. Tanto la creación maldita como la maldad moral producen calamidad, sufrimiento, hostilidad e injusticia en el mundo. El gemir del orden creado nos recuerda nuestra condición caída y nos lleva a anhelar la redención de todas las cosas bajo Cristo. 


LA PERSONA DE JESUCRISTO 

La encarnación y las dos naturalezas 

En la plenitud del tiempo, Dios el Padre envió a su Hijo eterno, la segunda persona de la Trinidad, a venir a este mundo como Jesús el Cristo. Él fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la virgen María, tomando para sí mismo una naturaleza enteramente humana con todos sus atributos y debilidades, aunque sin pecado. En esta unión, dos naturalezas completas, perfectas y distintas fueron inseparablemente unidas en la persona del Hijo divino sin confusión, mezcla o cambio. Nuestro Redentor actuó en sus dos naturalezas, humana y divina, y a través de ellas, de maneras apropiadas a cada una, siendo ambas naturalezas preservadas y ninguna disminuida por la otra. Sus dos naturalezas, humana y divina, están unidas y encuentran expresión en la persona del Hijo eterno. Así pues, nuestro Señor Jesucristo, Dios el Hijo encarnado es completamente Dios y completamente hombre, capaz de ser nuestro todo suficiente salvador y el único mediador entre Dios y el hombre. 

Vida y ministerio terrenal 

Como el Hijo encarnado de Dios, nuestro Señor Jesucristo inauguró el reino de Dios, cumpliendo los propósitos salvíficos de Dios y todas las profecías del Antiguo Testamento acerca de aquel que iba a venir: Él es la Simiente de la mujer, la Simiente de Abraham, el Profeta como Moisés, el Sacerdote según el orden de Melquisedec, el Hijo de David, el Siervo sufriente y el Mesías designado por Dios. Como tal, Él fue ungido por el Espíritu Santo y vivió una vida sin pecado en completa obediencia a su Padre. Jesús entró a una existencia humana completa, soportando las debilidades, las tentaciones y los sufrimientos comunes de la humanidad. Él reveló perfectamente el carácter de Dios, enseñó con autoridad divina y absoluta veracidad, difundió el amor y la compasión de Dios y demostró su señorío por medio de obrar milagros y del ejercicio de prerrogativas divinas. 

Muerte, resurrección y reinado 

Habiendo obedecido completamente a su Padre en vida, nuestro Salvador fue también obediente hasta la muerte. Él fue crucificado bajo Poncio Pilato, muriendo una muerte sustitutoria por los pecados de su pueblo. Él fue sepultado y se levantó corporalmente de los muertos al tercer día, vindicando su identidad y obra salvífica como el Mesías de Dios y garantizando la derrota de la muerte, nuestra resurrección futura y la glorificación de nuestros cuerpos físicos. Cuarenta días después, Jesús ascendió corporalmente al cielo, donde está ahora entronizado a la diestra de Dios, reinando sobre todas las cosas, e intercediendo por su pueblo como su Gran Sumo Sacerdote. Un día Él regresará para juzgar a todas las personas y a todos los ángeles, pues pondrá a todos sus enemigos bajo sus pies y habitará con su pueblo para siempre. 


LA OBRA SALVADORA DE JESUCRISTO 

La humillación de Cristo en su obra salvadora 

En la totalidad de su vida y su muerte, Jesucristo se humilló a sí mismo para servir como nuestro mediador en obediencia a los propósitos salvíficos de su Padre. Como el segundo Adán, su vida sin pecado y de obediencia sincera a la ley de Dios obtuvo el don de justicia perfecta y vida eterna para todos los elegidos de Dios. En su muerte sustitutoria a favor de su pueblo, Cristo se ofreció a sí mismo por el Espíritu como un sacrificio perfecto, el cual satisfizo las demandas de la ley de Dios al haber pagado el castigo completo por los pecados de su pueblo. En la cruz, Cristo cargó nuestros pecados, recibió nuestro castigo, propició la ira de Dios que nos era contraria, vindicó la justicia de Dios y compró nuestra redención, a fin de que nosotros fuéramos reconciliados con Dios y viviéramos en comunión bendita con Él para siempre. 

La eficacia de la obra salvadora de Cristo 

Dios el Padre se complació en aceptar el sacrificio de Cristo como una expiación completa por el pecado, levantándolo a nueva vida y vindicando su identidad y obra como el Mesías. Para aquellos que ponen su fe en Cristo Jesús, la justicia de Dios no requiere otro sacrificio por el pecado, ni existe ningún logro o mérito humano que se pueda sumar a lo realizado por Cristo. La obra expiatoria de Cristo es completamente eficaz, asegurando la salvación plena de todos los elegidos al comprar el perdón de pecados, los dones de fe y arrepentimiento, la vida eterna y toda otra bendición que viene al pueblo de Dios. Como la expiación única y suficiente por el pecado, la obra salvadora de Cristo ha de ser proclamada a toda persona sin excepción como el único medio de reconciliación con Dios. No hay otro mediador entre Dios y el hombre más que nuestro Salvador, Cristo Jesús, y Él recibirá con amor redentor a todos aquellos que vengan a Él en fe. 

La exaltación de Cristo en su obra salvadora 

La exaltación de Cristo en su resurrección, ascensión y reinado revela la gloria plena de su obra mediadora. Levantado por el poder de Dios, Cristo triunfó sobre el pecado, la muerte y Satanás y, como las primicias de la nueva creación, otorga vida eterna a todos aquellos que son unidos a Él por la fe. Habiendo ascendido a la diestra del Padre, Cristo derrama el Espíritu sobre su pueblo e intercede por ellos como un Gran Sumo Sacerdote, abogando constantemente en su favor y concediéndoles acceso a la presencia de Dios. Como el Señor exaltado, Cristo reina con toda autoridad como rey universal y cabeza de su iglesia, gobernando sobre los asuntos de los hombres y las naciones, y dando poder a su pueblo para vivir en victoria sobre el pecado y Satanás. La consumación de la obra salvadora de Cristo ocurrirá cuando Él regrese para juzgar al mundo en justicia, entregar el reino a su Padre y recibir adoración eterna como Rey de reyes y Señor de señores. 


LA PERSONA Y LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 

La persona del Espíritu Santo 

El Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad[1], quien procede eternamente del Padre y del Hijo. Él es igual en deidad, atributos y naturaleza con el Padre y con el Hijo, y ha de ser adorado y glorificado junto con ellos. El Espíritu manifiesta la presencia activa de Dios en el mundo, impartiendo vida en la creación y en la nueva creación de Dios. Habiendo existido por siempre con el Padre y con el Hijo, el Espíritu es el agente de toda bendición para las criaturas de Dios y quien hace posible la comunión con Él. 

La obra del Espíritu previa a la venida de Cristo 

El Espíritu eterno estaba presente en el principio de la creación de Dios, llevando a cabo la palabra creadora de Dios y dando vida a todas las cosas. En la obra de Dios bajo el antiguo pacto, el Espíritu estaba presente con el pueblo de Dios para consagrar, liberar, guiar y conceder fe salvadora en las promesas de Dios. Él empoderó a los profetas para revelar la Palabra de Dios, designó ancianos para emitir juicio, levantó jueces para traer liberación, ungió sacerdotes y reyes como sus representantes e inspiró el registro de la revelación bajo el antiguo pacto. A través de todas las instituciones y funciones del Antiguo Testamento, la obra del Espíritu apuntaba a la revelación final de Dios a través de su Hijo, Cristo Jesús. 

La obra del Espíritu en Cristo y el nuevo pacto 

La obra del Espíritu en el nuevo pacto se centra en Cristo y en la iglesia. Es por el Espíritu que Jesucristo fue concebido y nacido de una virgen, ungido para cumplir su ministerio terrenal, empoderado para ofrecer su vida como un sacrificio y levantado con el poder de la resurrección. Después de que Cristo ascendió a la diestra del Padre, el Espíritu Santo prometido descendió en Pentecostés e introdujo la nueva era de la plenitud del Espíritu, viniendo a morar en los creyentes y empoderándolos para la vida y el servicio. El Espíritu glorifica a Cristo y da testimonio de Él, redarguyendo al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Él inspiró el registro de la revelación del nuevo pacto y la hace efectiva en los corazones de las personas a través del don de la regeneración. Él ilumina la Palabra de Dios para su pueblo, les asegura el amor de Dios, los consuela con su presencia, intercede a su favor y los santifica para conformarlos a la imagen de Cristo. El Espíritu es el lazo de nuestra unión con Cristo, el sello de nuestra salvación, las primicias de nuestra redención y la garantía de nuestra herencia. 


EL EVANGELIO Y LA APLICACIÓN DE LA SALVACIÓN POR EL ESPÍRITU SANTO

El evangelio 

El evangelio es la buena nueva de Jesucristo y todo lo que Él hizo en su vida, muerte, resurrección y ascensión, para lograr la salvación para la humanidad. Por lo tanto, el evangelio no es una acción o logro humano sino más bien un logro divino, objetivo, histórico, que permanece cierto e inmutable sea cual sea la opinión o respuesta humana. El evangelio es el mensaje central de la Biblia, la cual testifica en todas sus partes de los actos salvíficos de Dios, culminando en la persona y obra de Cristo. Estas buenas nuevas son el poder de Dios para salvación a todo aquel que cree, ofreciendo esperanza para el perdido y constante consuelo y fortaleza para el creyente. No hay salvación fuera de Cristo Jesús, pues no hay otro nombre dado bajo el cielo por el cual podamos ser salvos. 

Llamamiento eficaz, regeneración y conversión 

Dios manda que el evangelio sea proclamado a todas las personas en todo lugar, pero todas las personas están espiritualmente muertas y son incapaces de responder a estas nuevas de salvación. Por lo tanto, Dios por su gracia llama eficazmente a sí mismo a aquellos que Él eligió salvar en Cristo. A través de la proclamación del evangelio, el Espíritu Santo regenera a los elegidos y los trae a una unión viva con Cristo, concediendo nueva vida espiritual, abriendo sus ojos para ver la gloria de Dios en Cristo y capacitándolos para responder al evangelio en fe y arrepentimiento. Con un corazón y una mente renovados, nosotros recibimos a Cristo y confiamos plenamente en Él para salvación, volviéndonos de nuestro estilo de vida pecaminoso y egoísta, para amar y seguir a Cristo en gozosa obediencia. Solamente aquellos que responden al evangelio de esta manera serán salvos, aunque incluso esta respuesta es un don de la gracia misericordiosa de Dios, lo cual asegura que solo Él reciba la gloria por nuestra salvación. 

Justificación y adopción 

En su unión con Cristo, los creyentes reciben gratuitamente todos los beneficios del evangelio. A aquellos a quienes Dios llama eficazmente a sí mismo, Él los justifica en Cristo, perdonando todos sus pecados y declarándolos justos y aceptables delante de Él. Esta declaración es judicial, refiriéndose no a nuestra naturaleza sino a nuestro estatus con respecto a la ley de Dios; es definitiva, ya que no se puede obtener gradualmente ni se puede perder; y es por gracia, un regalo gratuito de la justicia de Dios que no está basado en nada hecho en nosotros o por nosotros, sino que se recibe gratuitamente por fe. La única razón para nuestra justificación es la justicia de Cristo, cuya vida de obediencia perfecta nos es imputada y cuya muerte sustitutoria a nuestro favor satisfizo completamente las demandas de la justicia de Dios en relación con nuestros pecados. Aquellos a quienes Dios justifica, Él adopta como miembros de su familia, otorgándoles todo el estatus, todos los derechos y todos los privilegios de hijos amados. Como hijos de Dios, nosotros recibimos su nombre, disfrutamos acceso a su presencia, experimentamos su cuidado y disciplina y aguardamos ansiosamente la herencia gloriosa que Él ha prometido a los suyos. 

Santificación, perseverancia y glorificación 

Como el Salvador todo suficiente, Cristo también santifica a su pueblo, limpiándolo de la impureza del pecado y apartándolo para Dios y su servicio. La obra renovadora del Espíritu Santo rompe su esclavitud al pecado y a Satanás, y los levanta a vida nueva, haciendo posible que los creyentes mortifiquen el pecado y crezcan en semejanza a Cristo. La santificación es por consiguiente tanto un acto definitivo de Dios como una obra progresiva del Espíritu. Los creyentes deben perseverar en fe y obediencia a fin de ser salvos. Sin embargo, esta perseverancia es también un don de Dios en Cristo, quien preserva a los suyos y los guarda a salvo por siempre. La meta suprema de la santificación es nuestra conformidad plena a la imagen de Cristo, la cual se alcanzará definitivamente cuando los creyentes sean levantados físicamente con Cristo en gloria, libertados del pecado y se regocijen en la presencia de Dios para siempre. 


EL MINISTERIO EMPODERADOR DEL ESPÍRITU 

La llenura del Espíritu 

Cuando Cristo ascendió, derramó el Espíritu Santo sobre la iglesia, introduciendo así una mayor experiencia de la presencia y el poder de Dios entre su pueblo. El Espíritu transforma los corazones por el milagro de la regeneración y mora en todos los creyentes en la medida abundante propia del nuevo pacto. El Espíritu también desea llenar continuamente al pueblo de Dios con mayor poder para la vida y el testimonio cristianos. Ser lleno del Espíritu es estar más completamente bajo su influencia, estar más consciente de su presencia y ser más efectivo en su servicio. Todos los cristianos, por lo tanto, deben buscar continuamente ser llenos del Espíritu, viviendo y orando de una manera que invite el obrar del Espíritu entre nosotros, anhelando activamente que Dios realice sus propósitos de gracia en nosotros y a través de nosotros. La llenura del Espíritu le trae al pueblo de Dios un conocimiento más profundo de Cristo, un deseo más grande por la santidad, un compromiso más fuerte en cuanto a la unidad y el amor, una mayor productividad en el ministerio y una gratitud más profunda por nuestra salvación. 

Los dones del Espíritu 

Cristo ama a la iglesia, su cuerpo, y provee para su salud y crecimiento a través del Espíritu Santo. Además de dar vida nueva, el Espíritu soberanamente concede dones a cada creyente. Los dones espirituales son aquellas habilidades y expresiones del poder de Dios dadas por su gracia para la gloria de Cristo y la edificación de la iglesia. La variedad de estos dones —algunos permanentes y otros ocasionales, algunos más naturales y otros más extraordinarios— refleja la diversidad de los miembros del cuerpo de Cristo y demuestra nuestra necesidad de los unos por los otros. Los dones no se deben ejercer con temor, orgullo o desorden, sino con fe, amor y orden, y siempre en sumisión a la autoridad de la Escritura como la revelación final de Dios. Con la excepción de aquellos entre los apóstoles que fueron comisionados como testigos oculares de Cristo y que fueron receptores de revelación normativa, todos los dones espirituales siguen en operación en la iglesia y son concedidos para el bien de la iglesia y para su testimonio al mundo. Nosotros, por lo tanto, hemos de desearlos ardientemente y de practicarlos hasta que Cristo regrese. 


VIDA EN CRISTO 

Crecer en Cristo 

Todos los creyentes, en virtud de su unión con Cristo, son transformados progresivamente a su imagen. Aunque el poder dominante del pecado en nuestras vidas ha sido roto, residuos de corrupción aún permanecen en nuestros corazones contra los cuales lucharemos a lo largo de nuestras vidas. Este proceso de crecimiento que dura toda la vida ocurre a medida que el Espíritu nos empodera para permanecer en Cristo y buscar la santidad en cada área de nuestra vida. Descansar en la obra terminada de Cristo nunca hace que nuestro esfuerzo sea innecesario, sino más bien nos habilita para buscar con gozo el amar y agradar a Dios. Impulsados por la gracia, los creyentes crecen en el conocimiento de Dios, obedecen los mandamientos de Cristo, andan por el Espíritu, mortifican el pecado y van en pos de las prioridades y los propósitos de Dios. Aunque tales acciones no son la base de nuestra salvación, ellas demuestran la autenticidad de nuestra salvación y son un medio por el cual Dios nos mantiene fieles hasta el fin. Entre los muchos medios de gracia públicos y privados, la Palabra de Dios, la oración y la comunión son instrumentos primordiales de nuestra santificación, que fomentan la comunión con Dios y nos entrenan como cuerpo para glorificarle, amar a los demás y testificar de Cristo al mundo. 

Esperar a Cristo 

Vivir la vida cristiana incluye anhelar y esperar el regreso del Señor Jesucristo. Aunque los creyentes son nuevas creaciones en Cristo y disfrutan en el presente las bendiciones de su poder de resurrección, su santificación sigue siendo parcial e incompleta en esta vida. Además, ellos continúan viviendo en cuerpos mortales en una creación sujeta a vanidad, siendo resistidos por el mundo, la carne y el diablo. La Palabra de Dios nos asegura que somos sus hijos amados, aunque tal certeza no elimina la realidad de sufrimiento, dolor y persecución en esta era presente. El evangelio nos capacita para regocijarnos en medio de tribulaciones, seguros de que sus propósitos están obrando para nuestro bien aún en circunstancias que no entendemos. Fijando los ojos en Jesús, soportamos en fe y abundamos en esperanza, confiados en que un día se acerca rápidamente cuando el pecado y el dolor ya no existirán.


LA IGLESIA DE CRISTO 

La iglesia universal 

La iglesia universal es la verdadera comunidad del pueblo de Dios que lo adora, la cual se compone de todos los elegidos de todos los tiempos. A lo largo de la historia de la salvación, Dios por medio de su Palabra y de su Espíritu ha estado llamando a personas pecaminosas de entre toda la raza humana para crear una nueva humanidad redimida, a quienes Cristo compró con su sangre. Al ser otorgado el Espíritu en Pentecostés, el pueblo de Dios fue reconstituido como su iglesia del nuevo pacto, en continuidad con el pueblo de Dios del antiguo pacto, pero ahora habiéndose consumado por la obra de Cristo. Todos los miembros del pueblo de Dios están unidos en un cuerpo —con Cristo como la cabeza suprema, sustentadora e impartidora de vida— y apartados para posesión de Dios y para sus propósitos.

La iglesia local 

Como una expresión de la iglesia universal de Cristo, la iglesia local es el punto focal del plan de Dios para llevar a su pueblo a la madurez y para salvar pecadores. Por lo tanto, todos los cristianos han de integrarse como miembros comprometidos a una iglesia local específica. Una iglesia auténtica se caracteriza por la predicación fiel de la Palabra, la administración correcta de los sacramentos y el ejercicio apropiado de la disciplina de la iglesia. Aún las iglesias auténticas son imperfectas: a menudo se encuentra en ellas una variedad de no creyentes ocultos entre el verdadero rebaño y son vulnerables a errores teológicos y fracasos morales. Sin embargo, Cristo es firme en su compromiso de edificar su iglesia y con toda certeza la llevará a la madurez. 

Cristo le ha dado las funciones de anciano y diácono a la iglesia. Los ancianos ocupan la única función de gobierno y son llamados a enseñar, supervisar, cuidar y proteger el rebaño encomendado a ellos por el Señor. Los diáconos contribuyen a suplir las diversas necesidades de la iglesia por medio de actos de servicio. Dios concede estas y otras personas como dones para servir y equipar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo. En conformidad con el diseño de Dios en la creación, la Escritura reserva la función de anciano para varones, aunque los hombres y las mujeres por igual pertenecen a un sacerdocio real, en el cual cada miembro es dotado por Dios para desempeñar un papel vital en la vida y misión de la iglesia. 

Los sacramentos de la iglesia 

Los sacramentos son medios de gracia preciosos que representan los beneficios del evangelio, confirman sus promesas para el creyente y distinguen visiblemente a la iglesia del mundo. El Señor Jesús instituyó dos sacramentos, el bautismo y la Cena del Señor, para que fueran fielmente observados por la iglesia hasta su regreso. El bautismo es un sacramento introductorio, no repetido, para aquellos que vienen a la fe en Cristo y representa la remisión de sus pecados y su unión con Cristo en su muerte y resurrección. A través de la inmersión en agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el creyente proclama públicamente su fe en Cristo y con ello representa su incorporación al cuerpo de Cristo. Aunque fue ordenado por Cristo y es un medio de gracia auténtico, la gracia no está ligada tan inseparablemente al bautismo como para que nadie pueda ser salvo sin bautizarse, o para afirmar que todo aquel que ha sido bautizado es por eso salvo. 

En la Cena del Señor, la iglesia reunida come el pan, que representa el cuerpo de Cristo entregado por su pueblo, y bebe la copa del Señor, que representa su sangre derramada por nuestros pecados. Al observar este sacramento con fe y un sobrio examen de consciencia, nosotros recordamos y proclamamos la muerte de Cristo, tenemos comunión con Él y recibimos nutrimento espiritual para nuestras almas, representamos nuestra unidad con otros miembros del cuerpo de Cristo y esperamos con ilusión el regreso triunfante de nuestro Señor. 

El propósito y la misión de la iglesia 

Como el cuerpo de Cristo, la iglesia existe para adorar a Dios, para edificar y llevar a la madurez a su pueblo y para dar testimonio de Cristo y de su reino en todo el mundo. Gobernada por la Escritura, la iglesia se reúne para la enseñanza de la Palabra, la oración, los sacramentos, el canto congregacional, la comunión y la edificación mutua por medio del ejercicio de los dones espirituales. Así como el Padre envió a Jesús a este mundo, así Jesús ha enviado a su pueblo al mundo en el poder del Espíritu. La misión de la iglesia es hacer discípulos de todas las naciones, enseñándoles a guardar todo lo que Cristo ha mandado. Nosotros hacemos esto al proclamar su evangelio, plantar iglesias y adornar la proclamación del evangelio por medio de nuestro amor y buenas obras. Siempre habrá una asamblea de creyentes en la tierra porque el Señor promete edificar, guiar y preservar a su iglesia hasta el fin del mundo. Cuando Cristo regrese, Él reunirá y perfeccionará a su iglesia, de cada tribu, lengua y nación, como un pueblo de su exclusiva posesión, y habitará con ellos para siempre. 


LAS ÚLTIMAS COSAS 

La muerte y el estado intermedio 

La muerte entró a la creación buena de Dios como resultado del pecado de Adán, y ahora todas las personas están sujetas a la maldición de la muerte impuesta por Dios. Sin embargo, los creyentes no necesitan temer, porque Cristo ha conquistado la muerte y nos ha librado de su dominio. Aunque nuestros cuerpos regresan al polvo por un tiempo, la muerte para el cristiano se ha convertido en una puerta al paraíso, donde nuestras almas entran inmediatamente a la presencia de Dios para contemplar y disfrutar a nuestro Salvador y para descansar de nuestras labores. En compañía con todos los espíritus de los justos hechos perfectos, nosotros aguardaremos la redención de nuestros cuerpos y nuestra salvación plena y final. Las almas de los no redimidos, no obstante, son inmediatamente lanzadas al Hades para experimentar tormento mientras aguardan el juicio final por sus pecados. 

El regreso de Cristo y la resurrección 

En el tiempo decretado, conocido solo por Dios, Jesucristo regresará a la tierra en poder y gloria como Juez y Rey ante quien toda rodilla se doblará. El regreso personal, físico y visible de Cristo es la esperanza bendita de todos los que confían en Él. Al final de los tiempos, los justos y los injustos se levantarán, y sus almas se unirán de nuevo a sus cuerpos: los justos a resurrección de vida, los injustos a resurrección de juicio. Cuando los muertos en Cristo sean levantados, sus cuerpos perecederos serán redimidos y hechos semejantes al cuerpo imperecedero, glorioso, poderoso y espiritual de Cristo. Aquellos en Cristo que estén vivos serán del mismo modo transformados y así todo el pueblo glorificado de Dios portará para siempre la imagen de su Salvador. 

El juicio y la consumación 

En el día final, todas las personas comparecerán delante de Cristo, quien es el juez de todos. Aquellos que suprimieron la verdad de Dios en injusticia y no obedecieron al evangelio de Cristo sufrirán la justa ira de Dios y serán justamente lanzados al infierno de fuego con el diablo y sus ángeles. Allí ellos experimentarán un castigo eterno y consciente conforme a sus pecados. Aquellos salvados por Cristo, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida, serán bienvenidos al gozo de su Señor y recompensados ricamente por toda buena obra hecha en su nombre. El pueblo glorificado de Dios heredará el reino del cual serán excluidos todo pecado, dolor, sufrimiento y muerte. Cristo, como rey, liberará a toda la creación de su esclavitud a la corrupción, hará nuevos los cielos y la tierra y establecerá su gobierno eterno en su reino consumado. Rodeados de belleza inimaginable, disfrutaremos una comunión libre de estorbos con nuestro Dios trino, contemplándolo, sirviéndolo, adorándolo y reinando con Él por siempre y para siempre. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!

[1] La Escritura enseña que quienes pretenden ser seguidores de Cristo deben ser «[bautizados] en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mat 28:19), lo cual implica una autoridad y dignidad iguales del nombre del Espíritu Santo, el cual representa su persona. Además, la Escritura consistentemente le atribuye al Espíritu características y actividades que apropiadamente le corresponden a una persona, p. ej., Isa 63:10; Mat 12:24; Luc 12:12; Juan 14:26; Hech 5:3-4,9; 7:59; 13:2-4; 20:28; Ef 4:30; 2 Cor 3:17-18.